Blancanieves caminó en medio de la nada, pero con espíritu renovado. Las horas pasaron al igual que los pesados golpes de un gong, pero junto al tiempo, el horizonte no se había movido. Seguía siendo la misma línea. De repente comenzaron a sonar unas campanas (¿de dónde venían?) con la terrible promesa de no callarse nunca, ni en toda la tarde ni en toda la noche. Blancanieves volvió a pensar en Gruñón; se estremeció. Aquellos martillazos estaban destinados a ella, la de la estipe de la ventura y la manzana. Las campanas le traína de vuelta su verdad horrible, aquella maldad irresponsable, impune. Los martillazos, que no dulces campanarios, estaban destinados a ella.
Maléfica se sonrió ante aquellos fúnebres lamentos, ante las campanas que destrozaban a Blancanieves.
Solo un pensamiento hasta ahora: ¡Qué coñazo! Pero ella, en la inmensidad de la noche se abandonó a la fantasía mental.
¿En qué cuento estaba?
Padre.
Madre.
Yo confío en vosotros.
Blancanieves quiso distraerse y olvidar aquel ruido inexorable (¿era del mundo real? ¿o era de su mundo, notas de letargo de su mente?). Pensó en los siete enanitos, que paraban todo lo que estuviesen haciendo cuando se asomaba al balcón; por la Plaza de la Cebada, camino del castillo, situado hacia el Sur, los enanitos llevaban los domingos el mono de cristianar, pero como enjambres furiosos de niñería: gesticulaban llenos de alegría, gritaban como locos, cantaban canciones pendencieras. De vez en cuando atravesaba la plaza un lacayo de librea de Maléfica, en busca de un carro para que la reina, en aparente desidia y paz, pudiese mirar con afán insano todo lo que ocurría allá.
Esa costumbre sería la perdición de Maléfica.
Blancanieves aborrecía más que nunca el estar sola. Deseaba aplacar sus pasiones. Los martillazos seguían acompañándola.
Tú Quién seas.
Amante.
¿Por qué me hacéis esto?
Gruñón se despertó. Sus ojos se alzaron por encima de la mesita de noche: no estaba Blancanieves todavía. Una quemazón invadió su estómago. Ya no era por el vicio, por la juerga; era por el sentimiento de una voluptuosidad producida por una esencia tan fuerte como la de Blancanieves. Era algo más. “Estoy harto, Tontín dirá lo que quiera pero estoy chiflado. Como ella”.
La hinchazón seguía igual. Le molestaban los pies. La alborada por fin llegó, y Blancanieves quiso ver la inexistente línea del horizonte. Intentaba reconocer este mundo nuevo, pero incluso, sabía que no podía nombrar cosas que estaba viendo. Esos árboles, esa fragancia. Le embragaban, el misterio le atraía por su dulce olor. No le empalagaba. Se levantó decidida, quería conocer qué mundo era aquel en el que se encontraba. Algo había cambiado.
Adiós a las campanas.
De repente escudriñó una novedad. Alguien se estaba acercando. Un punto emergía del no horizonte. Poco a poco, un hombre de altura media, andares sin complejos y calva reluciente se hizo ser a los ojos de Blancanieves. Ella notó cómo, ya desde la lejanía, él había clavado los ojos en su rostro con audacia. Ella tuvo miedo. Pero alzó los suyos, suaves y almendrados y miró sin miedo al seductor, a una nueva tentación. Le asaltó su cuerpo la creencia de que iba a decir cualquier atrocidad, de que iba a perder el aplomo.
"Veo que los hombres son los únicos en tropezar dos veces con la misma piedra" pensó Maléfica mientras reconstruía la segunda parte.
Una estela de esquilas acompañaba al hombre, y su sombra fue creciendo hasta anegar el corazón de Blancanieves. La mirada brillante anunció a la princesa una lluvia de respuestas, y su porte, si bien no perfecto, no el de un príncipe, pero de hombre natural y sin complejos, con algunos kilos generosos que dejaban intuir un saque potente, le dio buena impresión. El ansia de misterio, que llevaba en la sangre, le decía que hablase con él.
El hombre llegó a su altura y comenzó a mesarse la barba. Blancanieves pudo apreciar mejor quién era aquel desconocido. Le sorprendió cómo iba vestido: era una especie de capa o túnica, que cubría totalmente el cuerpo del hombre dejando tan solo al descubierto un escote que revelaba un pecho varonil, lleno de pelos. Este extraño ropaje -para Blancanieves- era de un color azul intenso. El hombre, además, llevaba en la mano una copa transparente, llena de un líquido color rojizo bermellón, y tenía un pipa de paja, al estilo confederado de nuestro mundo real. Esto, por supuesto, todavía no lo podía saber Blancanieves. Como tampoco podía saber qué era un albornoz.
-¿Quién eres tú? ¿Un soldado, un montaraz que viene de la guerra?
-Yo soy la Guerra. Escribo. Y soy tu creador.
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